Estoy tumbado en la cima de un monte mirando
las estrellas, su lánguido fulgor, blanco y frío.
El cielo se ve pleno, grandioso, visto desde
el campo, con mi nuca clavada en el suelo.
Así me siento tan feliz… y pequeño… más
que aquella luz diminuta que, apenas,
luce en lo alto del firmamento.
De mí únicamente es grande, inmensa, la soledad
que es mía en estos momentos; el clamor
del silencio de la noche serena es mi sólo
compañero.
La luna se corona, una vez más, como reina
de la noche, hoy su sonrisa es más amplia,
de luna llena
–a ella cuento mis penas-
y menos densas, menos oscuras, las tinieblas.
Mientras, las tierras se enfrían y sueñan
los hombres y sueñan las bestias.
A cada estrella pongo caras, nombres de mujeres
y de hombres
que conocí, sin saber si ya existen.
En todos ellos veo etapas
distantes en el tiempo,
o más cercanas que me atraen, al menos, me llaman.
Y así, mi soledad, mi deseada soledad, se
va alejando; veo gentes
en multitud de momentos, voces, risas, gritos
en espacios vacíos, huecos,
y sombras como si fueran espectros.
No huyas soledad, quédate conmigo, la ruego.
Pero otra estrella se estrella en lo alto
del firmamento,
y ese rostro expira sin un lamento.
Vienen en tropel caras y momentos…
mas, como si fueran lluvia de estrellas,
desaparecen de súbito y todo
queda como si un largo sueño fuera.
Aún tumbado a ras de suelo, mirando al cielo,
siento que mi otro yo –en cuerpo y en alma-
se desprende de mi y emprende vuelo.
Pronto -a velocidad de la luz- alcanza
la soledad y el vacío infinitos
del Universo.
Por allí debió vagar… Dios sólo sabe el tiempo.
(De cap.III, "De tinieblas)