II
Entonces
Entonces...yo era un niño más,
asomado a mi ciudad, a sus ruinas.
Mis ojos, inocentes, como los de los niños,
solo llegaban a ver casas“rotas”, hundidas,
como si así toda la vida hubieran estado.
Algunas, que mantenían sus muros en pié,
los cristales de sus ventanas hechos pedazos.
Dentro, espacios huecos, a la intemperie, invadidos
por la maleza, que disimula la tragedia.
Los tiestos con plantas secas, marchitas,
a juego con todo lo de su entorno.
Las calzadas de las calles de tierra rojiza...
Los mayores, la mirada baja. Algunos, muchos,
la familia y el alma destrozadas.
Los inviernos eran de crudo frío,
dentro y fuera de las casas...
más frío con estómagos vacíos,
silenciando, con dolor, sus quejidos.
La guerra había pasado y se notaba su huella
de canalla, sangrienta, cruel,
y destructiva fiera.
asomado a mi ciudad, a sus ruinas.
Mis ojos, inocentes, como los de los niños,
solo llegaban a ver casas“rotas”, hundidas,
como si así toda la vida hubieran estado.
Algunas, que mantenían sus muros en pié,
los cristales de sus ventanas hechos pedazos.
Dentro, espacios huecos, a la intemperie, invadidos
por la maleza, que disimula la tragedia.
Los tiestos con plantas secas, marchitas,
a juego con todo lo de su entorno.
Las calzadas de las calles de tierra rojiza...
Los mayores, la mirada baja. Algunos, muchos,
la familia y el alma destrozadas.
Los inviernos eran de crudo frío,
dentro y fuera de las casas...
más frío con estómagos vacíos,
silenciando, con dolor, sus quejidos.
La guerra había pasado y se notaba su huella
de canalla, sangrienta, cruel,
y destructiva fiera.
Una vez acabada la guerra, mis padres decidieron quedarse en
España, aunque ambos habían militado en la CNT -plenos de ideales, tan utópicos
como honestos- nada temían porque nada
habían hecho que pudiera comprometerles.
Habían optado por salir de Madrid, porque mi padre creyó,
supongo que con buen criterio, que podría ganarse la vida de una forma más
fácil fuera de la capital, al menos, estaría menos presente el hambre en
ciudades de menor población.
Y eligieron Guadalajara por su cercanía a Madrid, donde vivía
toda la familia de mi madre.
Guadalajara, como otras muchas ciudades y pueblos españoles,
era un solar de escombros; todos los barrios tenían casas hundidas. La casa
inmediata a la mía, Alvarfáñez de Minaya, número 9. donde mi familia y yo
vivíamos, estaba completamente en ruinas.
Debajo de nuestro piso, en un medio sótano, vivía una familia; madre e hija se llamaban
Maria.
La mujer y el marido estaban siempre en continuas peleas;
gritos y golpes. Los efectos de estos últimos la pobre María, a la que él
llamaba borracha, los lucía con rubor cuando salía a la calle, siempre
despeinada su cabellera negra, con los ojos muy grandes, enrojecidos, y gruesos
labios, que dejaban asomar el hueco de su boca, apenas con alguna pieza.
Su hija, María, era de mi misma edad, y amiga mía; jugábamos
en la casa hundida al escondite.
Juntos comíamos el “paniquesillo” que caía de las cercanas
acacias.
Mi “amor”, mi primer
amor, por aquellos tiempos, era una chica que vivía en una casa con huerta que
había justo donde empezaba el camino al cementerio, enfrente del campo donde los
militares hacían instrucción, en el fondo del barranco.
Recuerdo la puerta verde
enrejada de su huerto, como el verde de las manzanas que colgaban de sus
árboles y que, de vez en cuando, me regalaba alguna que yo comía en su compañía. Tenía muchos árboles frutales.
A su sombra pasábamos muchas tardes, que a mi se me hacían muy cortas.
Se llamaba Teresa, su
bella imagen me acompañó mucho tiempo. Con mucha tristeza el día que, un año más tarde, de la mano de mi madre,
dejábamos Guadalajara para ir a vivir a Sigüenza.
Con nosotros vivió durante unos días mi abuelo Manuel, padre
del mío; sólo recuerdo de él que, una tarde de tormenta, me cobijó en sus
brazos y me quitó el miedo a los relámpagos y truenos, contándome un cuento, a
la luz de una lámpara de pié, de cuya pantalla pendían hilos relucientes
verdes, a juego con otra que colgaba del techo.
Años después vería parecidas a esas lámparas
en las películas del Oeste, en algún “Salón” donde bailaban el Can Can
unas chicas rubias, muy llamativas y alegres.
Mi padre se desplazaba a diario, en bicicleta, a Trijueque,
casi destruido durante la reciente guerra, donde trabajaba de albañil. No sé el tiempo que estaría
haciendo ese tremendo esfuerzo; levantarse de madrugada, trabajar durante el
día, hasta la caída del sol, y volver a casa pedaleando.
Después estuvo trabajando de vendedor
ambulante; en la bicicleta llevaba un maletín con muestras. Una de ellas me
llenó de ilusión; era una pelota pequeña, forrada de paño blanco; no había
visto nada que me gustara tanto. Al poco tiempo, mi padre me la regaló. No sé
si en aquellos tiempos podría vender alguna; no eran tiempos en los que jugara
al tenis mucha gente...
Durante unos días, no sé cuantos, mi padre no apareció por
casa. Mi madre estaba nerviosa y asustada, no sabía qué le podía haber pasado.
Un día llamaron a la puerta, salió mi madre corriendo a
abrirla; una pareja de la Guardia Civil , citándole su nombre, le preguntaron
si era ella.